Lucía y Ramón eran aún pequeñitos. Su casa era un carro con una capucha de plástico y los brazos del que estuviera más a mano, y en la Praça do Giraldo hacía frío, casi tanto como cuando fuimos a ver en 3D la épica de celtas y vetones.
Évora es nuestra capital. En ella se fraguaron nuestros anhelos lusitanos allá por 1989, cuando la raya no estaba de moda y todos, o casi todos, miraban al este y al sur.
De algún bar de la plaza salían ecos de una canción campesina. Era Janita Salomé, el extravagante, el cantante explorador de los coros alentejanos, el que te pone los pelos de punta.
De alguna de las calles que vienen de la catedral y del templo romano un grupo de niños iba acercándose a la plaza. Ellos, disfrazados de caballeros medievales, con escudos y espadas, como las que usa Adrián. Las niñas, salidas de un cuento del jardín episcopal de Castelo Branco, o de la segunda planta de Las Tres Campanas.
Venían bailando. Moviendo las espadas por encima de las cabezas engalanadas de las princesas. No era un vals, pero lo parecía. Y si no lo parecía uno quisiera que así fuera. Eran ritmos que marcaban un canto a Geraldo sem Pavor, el santo patrono de la praça.
Los ojos de Lucía y Ramón se encendieron y sus manos querían desanudar las cintas del carro.
Y tal como llegaron los niños se fueron por la calle que llega al García de Resende, ese fabuloso teatro que es la envidia de todo el país entre ríos, y que también te pone los pelos de punta.
Y pasó un tiempo, y una noche que volvimos a nuestra capital, otra más, buscamos a los niños y los llevamos al teatro. Y allí Inmaculada Herranz les cantó una hermosa canción rayana que dimos en llamar Vals menor para Évora. Una canción que hablaba, sin palabras, de los ríos de Mesopotamia que cruzó Geraldo sem Pavor para buscar un tesoro escondido en alguna de las piedras antiguas que rodean Évora, en algún anta, en algún canto bamboleante como los que había en Montánchez o en Arroyomolinos. Los niños se fueron. Volvieron a casa dando patadas a las aceras mientras marcaban el ritmo de tres por cuatro y silbaban el vals. Era el futuro.
Évora es nuestra capital. En ella se fraguaron nuestros anhelos lusitanos allá por 1989, cuando la raya no estaba de moda y todos, o casi todos, miraban al este y al sur.
De algún bar de la plaza salían ecos de una canción campesina. Era Janita Salomé, el extravagante, el cantante explorador de los coros alentejanos, el que te pone los pelos de punta.
De alguna de las calles que vienen de la catedral y del templo romano un grupo de niños iba acercándose a la plaza. Ellos, disfrazados de caballeros medievales, con escudos y espadas, como las que usa Adrián. Las niñas, salidas de un cuento del jardín episcopal de Castelo Branco, o de la segunda planta de Las Tres Campanas.
Venían bailando. Moviendo las espadas por encima de las cabezas engalanadas de las princesas. No era un vals, pero lo parecía. Y si no lo parecía uno quisiera que así fuera. Eran ritmos que marcaban un canto a Geraldo sem Pavor, el santo patrono de la praça.
Los ojos de Lucía y Ramón se encendieron y sus manos querían desanudar las cintas del carro.
Y tal como llegaron los niños se fueron por la calle que llega al García de Resende, ese fabuloso teatro que es la envidia de todo el país entre ríos, y que también te pone los pelos de punta.
Y pasó un tiempo, y una noche que volvimos a nuestra capital, otra más, buscamos a los niños y los llevamos al teatro. Y allí Inmaculada Herranz les cantó una hermosa canción rayana que dimos en llamar Vals menor para Évora. Una canción que hablaba, sin palabras, de los ríos de Mesopotamia que cruzó Geraldo sem Pavor para buscar un tesoro escondido en alguna de las piedras antiguas que rodean Évora, en algún anta, en algún canto bamboleante como los que había en Montánchez o en Arroyomolinos. Los niños se fueron. Volvieron a casa dando patadas a las aceras mientras marcaban el ritmo de tres por cuatro y silbaban el vals. Era el futuro.